Le dijiste que te ibas a Chicago, y te sonó a horizonte de amplio vuelo. Chicago. Quién sabe por qué. Por los gangsters del cine. Por las chicas de cabello ondulado frente a su pelo corto. Cerraste la puerta sin más después, mirándola a los ojos. Te dió esa rabia afilada que comienza en los nudillos porque no te hizo un reproche. Como si en ese mismo momento hubieras dejado de estar allí, en el umbral de su apartamento. Y no habías sosopechado nada. Había pasado una semana desde entonces y en realidad a punto estuviste de no usar la llave. Al menos ahora tendrías calzoncillos - piensas. En eso te han convertido: En un maníaco al que no le gusta ponerse ropa nueva antes de lavarla.
Susie se dice que a lo mejor debería de pintarse las uñas, por si acaso. Ponerse unos tacones, que hace tiempo. O ir sin bragas. Qué sé yo, quitarse las gafas, hacer algo loco. Que pase lo que pase no la encuentre allí. O sí, a punto de salir por la puerta y con los labios rojos. Mejor a punto de entrar y con el carmín corrido. Eso estaría bien, aunque fuera mentira. Si sales por esa puerta - calló hace dos días. Y después nada. Tras la escena, ella se vistió en la cocina y se largó del apartamento sin cruzar palabra.
Se movía como Julie London, con sus mismos labios crueles. Uno no puede casarse con un sueño, le dijeron sus amigos. Y sin embargo he ahí las fotos de sirena con el traje de boda: Claro que es posible casarse con un sueño - te dices - lo que no se puede es mantenerlo despierto de manera indefinida. Es como estar permanentemente en jaque, teniendo miedo de abrir los ojos una mañana y que el mundo se haya desvanecido. Y eso que ella no entiende de jazz ni le interesa. Quizás por eso buscaste más allá, elucubras a sabiendas de que realmente no tienes una excusa.
Sus uñas perfectamente barnizadas en rojo vinílico, arrancan un sonido diáfano sobre las tazas de porcelana. Ya no hacen ni tazas ni abuelas como antes - reflexiona. Bueno, ni nada en realidad. Mira la nevera que no ha descongelado y recuerda de pronto la primera vez que vió su pelo corto, en la presentación familiar necrológica como disteis en llamarla después, bajo las mantas. Pobre abuela, piensa mientras vierte el café, muy negro y sin azúcar. Qué habría pensado de todo esto.
No tenías planes de volver a casa entonces, pero las cosas fueron saliendo y aprovechaste el último avión de la noche. Dejaste la maleta en el hall de su apartamento hace dos días. Aquello tampoco estaba previsto. Tú que pagabas en silencio la factura del teléfono, agradeciendo su escaso interés rubio por las cuentas. Ahora ella sólo te miraba con una ceja alzada provocativamente a modo de pregunta, desde el hombro de Susie que sostenía la puerta, como diciéndote: ¿Pensabas acaso ser el único?
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