Esa noche las Perseidas no hicieron aparición. Sobre el monte recortado de sombra, una luz rosada se difundía en las nubes y el mar a la izquierda aparecía claro y metálico. Los nueve tímidos fulgores que iluminaban el valle de naranja, se iban perdiendo en la incipiente neblina. Un muro aquí y una ventana allá como único trazo de las casas a oscuras. A intervalos regulares, el resplandor del faro, superaba las copas de los árboles.
Pensé en el avispero recientemente fumigado, a medio construir en el suelo del jardín como el ejército inexorable de hormigas rojas susurrado en aquella película. En el zorro cruzando silenciosamente toda la extensión de hierba hacia el gallinero. En el búho, que desde el ciclón no había vuelto a hacer acto de presencia.
Estábamos preparados para observar la aparición de las lágrimas de San Lorenzo, el rastro del Swift-Tuttle que las nubes ocultaban entonces con empeño como algodón de feria imbuídas de luz artificial. No hubo estrellas fugaces. No como las del otro verano. En realidad, nada fue después como aquel verano, donde todo parecía haberse quedado suspendido como en la cuerda floja. Tal vez lo que sucedía era eso; que todo se había vuelto artificial, hasta el contar de las horas, que todo había perdido el equilibrio. En la orilla oscura, de la playa, junto al agua negra que centímetro a centímetro ganaba y perdía la arena sucesivamente.
Ninguno sabíamos cómo iban a terminar las cosas. Lo único fiable de esa noche, era la humedad que trepaba como el frío. Cada uno en un punto diferente, alzando los ojos al cielo. Galicia, Madrid, Trento, las Bahamas. Una ecuación de tiempo en función del espacio. Ubicación, velocidad.
En algún momento, la soledad del espacio precipitó todo, catalizado por mil nimios detalles, beyond repair. Como una cuerda cuyos hilos se deshacen sin darse cuenta hasta desconocernos en distintas coordendadas. Era una historia frágilmente poliédrica. Triángulos, rectángulos, trazando espirales ahora incoherentes. La fuerza del caos. Puede ser que áquel verano algo comenzara a romperse y no nos diéramos cuenta.
No recuerdo si la parada del autobús estaba desierta. El mar, estaba entonces tan cerca, tan indómito, tan remoto. Y estábamos allí, sin saber que se trataba de una nueva vuelta de tuerca. Allí, mientras la lluvia nos alcanzaba de improviso, el Norte cobró vida. No hubo tiempos muertos sobre la arena mojada. Algo se catapultó hacia delante.
Florencia se fue a México. Trento volvió a su casa. Alguien en Madrid comenzó a caminar el mundo de otra mano. Bahamas. Salamanca, de Madrid partió a Sevilla. Oporto se convirtió en algo más que una estación de metro que había olvidado. Como una conjunción planetaria que sucede sólo cada muchísimos años. Como un cometa raro. Nos disolvimos en el espacio. Dejamos de gravitar unos entorno a los otros.
Ahora no importa cuánto ganemos siempre nos faltará algo. Echo la vista atrás y me pregunto cuál era la estructura subyacente, en qué consistía la divergencia que nos separó indeflectiblemente. Aquello que nadie vió ni supo -ni pudo-ni quiso- parar. Hablo con unos y con otros de esta sensación de pérdida. Scattering y duermevelas. Imperceptible nada.